Tycho Brahe se ha considerado el más grande observador del cielo anterior
a la invención del telescopio; mediante instrumentos diseñados por él mismo. De
hecho, en 1574, mientras trabajaba como profesor en Copenhague, el rey Federico
II de Dinamarca, le regalo la pequeña isla de Hven y le financió la
construcción del palacio de Uraniborg, el primer instituto de observación
astronómica conocido, bautizado así en honor a Urania, la musa de la
astronomía. Durante las dos décadas que pasó observando los cielos en la isla, Brahe
se hizo con los mejores datos de observación astronómica hasta la fecha; más
exactos incluso que los que había tenido Copérnico.
En noviembre de 1577 se divisó por toda Europa el Gran Cometa y los
cálculos basados en los datos de Brahe sirvieron para confirmar que su órbita
discurría entre los planetas y no como un fenómeno atmosférico entre la Tierra
y la Luna tal como se pensaba anteriormente desde Aristóteles. En 1587 y 1588
publicó su obra Astronomiae instauratae progymnasmata (Introducción a la nueva
astronomía), en dos volúmenes,
donde exponía su modelo cosmológico; intermedio entre el de Ptolomeo y
Copérnico. Postuló que la Tierra era el centro de la órbita del Sol y que éste
a su vez, era el centro de las órbitas de los demás planetas. Este modelo fue
aceptado oficialmente por la Iglesia Católica en 1610 en contraposición al de
Copérnico, abandonando definitivamente el de Ptolomeo.
Para 1595, Brahe ya había compilado un catálogo con la soberbia cifra,
para aquel entonces, de mil estrellas fijas, pero por sus problemas con el
heredero de Federico II, Cristian IV, ya no se sentía a gusto en la isla de
Hven y decidió marchar de allí. En 1599, Brahe fue invitado por Rodolfo II de
Habsburgo, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico a venir a Praga, donde
le concedió el título de matemático imperial y le ofreció uno de sus castillos para
continuar con sus observaciones astrales hasta su muerte en 1601.
Cinco años antes, en 1596 Johannes Kepler había escrito su primera obra, Mysterium Cosmographicum (El misterio cósmico), donde
exponía sus ideas sobre astronomía. Kepler le envió esta obra a Tycho Brahe lo
que le valió una invitación para trabajar con él como colaborador en Praga. Kepler,
se trasladó para estar con él en 1600, pero Brahe murió al año siguiente con lo
que Kepler, no solo adquirió el cargo de matemático imperial dejado por Brahe, sino
que tuvo a su disposición los mejores datos de observación astronómica que éste
había dejado.
Kepler, no obstante, partió de presupuestos en los que creía
profundamente para su investigación. Siguiendo las leyes pitagóricas de la
armonía y estando convencido de la sabiduría y elegancia de Dios al crear el mundo,
no concebía como trayectoria perfecta de las órbitas astrales sino la
circunferencia; pero por más cálculos que hizo no consiguió obtener los
resultados deseados. Al contrario; cuanto más calculaba, más se daba cuenta que
los datos que manejaba señalaban inequívocamente a que las órbitas astrales
eran elípticas y no circulares. Afortunadamente, los datos que le había
aportado Brahe se habían centrado en observar la órbita de Marte que es la más
acusadamente elíptica del sistema solar; el resto de planetas describen una
trayectoria elíptica, pero casi circular, con lo que a Kepler probablemente no
hubiera percibido la trayectoria elíptica. Al calcular una supuesta trayectoria
circular de Marte, Kepler quedaba perplejo porque los resultados le daban un
error de ocho minutos de arco, algo que no podía pasar por alto. Aburrido de
hacer cálculos basados en el círculo y hasta en el óvalo, sin resultados
satisfactorios, recurrió a una rara figura geométrica descrita por el geómetra
griego Apolonio de Pérgamo en el siglo III a. E.C., la elipse. Ahora los
cálculos encajaban perfectamente. Pero Kepler no dijo ¡Eureka! (¡lo he
descubierto!), como había exclamado emocionado el matemático griego Arquímedes
en una ocasión, también allá en el siglo III a. E.C. Entristecido porque la
perfección del mundo que él había imaginado no era tal, tuvo que sobreponerse a
esa sensación y poner fe en lo que la evidencia demostraba; que los planetas
viajan elípticamente alrededor del sol y que cuando más cerca de él están más
se aceleran y cuanto más lejos más despacio se desplazan. De esta manera
surgieron paulatinamente las tres leyes de Kepler, fundamentales para entender
y predecir el movimiento de los planetas, que fueron publicadas en 1609 en su
obra Astronomía Nova. Esta obra asombró al mundo y convirtió a Kepler en el
mejor astrónomo de la época. Y aunque en ese momento no se pudieron probar sus
leyes, al predecir satisfactoriamente el recorrido de Venus del año 1631, su
teoría quedó confirmada.
Sin duda, yo me quedaría con un aspecto importante en la vida de Kepler;
el valor que tuvo para enfrentarse a la verdad y aceptarla, a pesar de que no
le gustó lo que descubrió. Aun dándose cuenta que las órbitas planetarias eran
elípticas y que para él, esta figura geométrica no era tan “perfecta” como el
círculo, aceptó con resignación y cierta sensación de fracaso, pero también con
humildad, que el Gran Geómetra Universal hubiera optado por la elipse en vez
del círculo para la traslación de los planetas.
Y es que esto es un asunto grande. Generalmente preferimos la verdad al
error y a la equivocación. Sin embargo, nuestras creencias, las de todos, están
asentadas en nuestra mente en la forma de verdades. Es incoherente pensar que
yo crea en algo que sé a ciencia cierta que es falso; otra cosa es que yo sepa
que algo es falso y me dé igual, sea por interés, por convención social o por
lo que sea. Pero si no es así y estamos convencidos de algo, aunque sea algo
dogmático y no racional, generalmente lo vamos a acorazar; lo vamos a brindar
en nuestra mente para protegerlo. El apóstol Pablo dijo que las creencias pueden
estar “fuertemente atrincheradas” (2 Cor. 10:4) o ser como “fortalezas” si lo
traducimos literalmente del griego en que se escribió. Si encima de esto
añadimos que en la época de Copérnico, Brahe y Kepler, el sistema de creencias
cosmológicas estaba respaldado supuestamente por la autoridad divina de la
Biblia y la Iglesia; éstas lógicamente se reforzaban aun más. Debemos pues, congratularnos
mucho de que el señor Kepler aceptara lo que la evidencia matemática le
demostraba y abandonara el mundo “geométricamente perfecto” en el que creía
anteriormente. Si nosotros como él buscamos la verdad, ¿estaremos preparados
para encontrarnos con ella?