viernes, 19 de febrero de 2016

Desarrollo de la Cosmología, parte II (Brahe y Kepler)

Tycho Brahe se ha considerado el más grande observador del cielo anterior a la invención del telescopio; mediante instrumentos diseñados por él mismo. De hecho, en 1574, mientras trabajaba como profesor en Copenhague, el rey Federico II de Dinamarca, le regalo la pequeña isla de Hven y le financió la construcción del palacio de Uraniborg, el primer instituto de observación astronómica conocido, bautizado así en honor a Urania, la musa de la astronomía. Durante las dos décadas que pasó observando los cielos en la isla, Brahe se hizo con los mejores datos de observación astronómica hasta la fecha; más exactos incluso que los que había tenido Copérnico.
En noviembre de 1577 se divisó por toda Europa el Gran Cometa y los cálculos basados en los datos de Brahe sirvieron para confirmar que su órbita discurría entre los planetas y no como un fenómeno atmosférico entre la Tierra y la Luna tal como se pensaba anteriormente desde Aristóteles. En 1587 y 1588 publicó su obra Astronomiae instauratae progymnasmata (Introducción a la nueva astronomía), en dos volúmenes, donde exponía su modelo cosmológico; intermedio entre el de Ptolomeo y Copérnico. Postuló que la Tierra era el centro de la órbita del Sol y que éste a su vez, era el centro de las órbitas de los demás planetas. Este modelo fue aceptado oficialmente por la Iglesia Católica en 1610 en contraposición al de Copérnico, abandonando definitivamente el de Ptolomeo.
Para 1595, Brahe ya había compilado un catálogo con la soberbia cifra, para aquel entonces, de mil estrellas fijas, pero por sus problemas con el heredero de Federico II, Cristian IV, ya no se sentía a gusto en la isla de Hven y decidió marchar de allí. En 1599, Brahe fue invitado por Rodolfo II de Habsburgo, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico a venir a Praga, donde le concedió el título de matemático imperial y le ofreció uno de sus castillos para continuar con sus observaciones astrales hasta su muerte en 1601.



Cinco años antes, en 1596 Johannes Kepler había escrito su primera obra, Mysterium Cosmographicum (El misterio cósmico), donde exponía sus ideas sobre astronomía. Kepler le envió esta obra a Tycho Brahe lo que le valió una invitación para trabajar con él como colaborador en Praga. Kepler, se trasladó para estar con él en 1600, pero Brahe murió al año siguiente con lo que Kepler, no solo adquirió el cargo de matemático imperial dejado por Brahe, sino que tuvo a su disposición los mejores datos de observación astronómica que éste había dejado.
Kepler, no obstante, partió de presupuestos en los que creía profundamente para su investigación. Siguiendo las leyes pitagóricas de la armonía y estando convencido de la sabiduría y elegancia de Dios al crear el mundo, no concebía como trayectoria perfecta de las órbitas astrales sino la circunferencia; pero por más cálculos que hizo no consiguió obtener los resultados deseados. Al contrario; cuanto más calculaba, más se daba cuenta que los datos que manejaba señalaban inequívocamente a que las órbitas astrales eran elípticas y no circulares. Afortunadamente, los datos que le había aportado Brahe se habían centrado en observar la órbita de Marte que es la más acusadamente elíptica del sistema solar; el resto de planetas describen una trayectoria elíptica, pero casi circular, con lo que a Kepler probablemente no hubiera percibido la trayectoria elíptica. Al calcular una supuesta trayectoria circular de Marte, Kepler quedaba perplejo porque los resultados le daban un error de ocho minutos de arco, algo que no podía pasar por alto. Aburrido de hacer cálculos basados en el círculo y hasta en el óvalo, sin resultados satisfactorios, recurrió a una rara figura geométrica descrita por el geómetra griego Apolonio de Pérgamo en el siglo III a. E.C., la elipse. Ahora los cálculos encajaban perfectamente. Pero Kepler no dijo ¡Eureka! (¡lo he descubierto!), como había exclamado emocionado el matemático griego Arquímedes en una ocasión, también allá en el siglo III a. E.C. Entristecido porque la perfección del mundo que él había imaginado no era tal, tuvo que sobreponerse a esa sensación y poner fe en lo que la evidencia demostraba; que los planetas viajan elípticamente alrededor del sol y que cuando más cerca de él están más se aceleran y cuanto más lejos más despacio se desplazan. De esta manera surgieron paulatinamente las tres leyes de Kepler, fundamentales para entender y predecir el movimiento de los planetas, que fueron publicadas en 1609 en su obra Astronomía Nova. Esta obra asombró al mundo y convirtió a Kepler en el mejor astrónomo de la época. Y aunque en ese momento no se pudieron probar sus leyes, al predecir satisfactoriamente el recorrido de Venus del año 1631, su teoría quedó confirmada.
Sin duda, yo me quedaría con un aspecto importante en la vida de Kepler; el valor que tuvo para enfrentarse a la verdad y aceptarla, a pesar de que no le gustó lo que descubrió. Aun dándose cuenta que las órbitas planetarias eran elípticas y que para él, esta figura geométrica no era tan “perfecta” como el círculo, aceptó con resignación y cierta sensación de fracaso, pero también con humildad, que el Gran Geómetra Universal hubiera optado por la elipse en vez del círculo para la traslación de los planetas.
Y es que esto es un asunto grande. Generalmente preferimos la verdad al error y a la equivocación. Sin embargo, nuestras creencias, las de todos, están asentadas en nuestra mente en la forma de verdades. Es incoherente pensar que yo crea en algo que sé a ciencia cierta que es falso; otra cosa es que yo sepa que algo es falso y me dé igual, sea por interés, por convención social o por lo que sea. Pero si no es así y estamos convencidos de algo, aunque sea algo dogmático y no racional, generalmente lo vamos a acorazar; lo vamos a brindar en nuestra mente para protegerlo. El apóstol Pablo dijo que las creencias pueden estar “fuertemente atrincheradas” (2 Cor. 10:4) o ser como “fortalezas” si lo traducimos literalmente del griego en que se escribió. Si encima de esto añadimos que en la época de Copérnico, Brahe y Kepler, el sistema de creencias cosmológicas estaba respaldado supuestamente por la autoridad divina de la Biblia y la Iglesia; éstas lógicamente se reforzaban aun más. Debemos pues, congratularnos mucho de que el señor Kepler aceptara lo que la evidencia matemática le demostraba y abandonara el mundo “geométricamente perfecto” en el que creía anteriormente. Si nosotros como él buscamos la verdad, ¿estaremos preparados para encontrarnos con ella?



viernes, 12 de febrero de 2016

Desarrollo de la Cosmología, parte I (De Aristóteles a Copérnico)

Tomemos como ejemplo el largo camino que tomó la explicación del modelo cosmológico desde la antigüedad. En el siglo XVI a. E.C. en Mesopotamia se creía que la tierra era redonda pero plana y rodeada por un oceáno cósmico.
Luego, más de once siglos después, Aristóteles plantea el modelo geocéntrico donde, como indica la designación, la Tierra es el centro del Universo y el Sol, la Luna y los planetas giran alrededor de la Tierra fijadas a múltiples esferas transparentes. Las estrellas están fijas en la esfera más exterior. Lo concibe como un sistema de esferas fijo, sin posible expansión o contracción. Por otra parte considera la Tierra como formada por elementos finitos sujetos a deterioro, como el aire, el agua, la tierra y el fuego, mientras que asigna a las esferas externas a la Tierra un elemento distinto que llama éter y le confiere una naturaleza eterna. Así, mientras que nuestro planeta era caduco, Aristóteles consideró que los cielos estrellados eran eternos. 
Más tarde, tan solo un siglo después, Aristarco de Samos propuso, en primer lugar, un sistema mixto, parcialmente geocéntrico y heliocéntrico. Pero por una noticia que recibimos a través de Arquímedes, sabemos de un libro que escribió Aristarco pero que no ha sobrevivido. En él, Aristarco habla por primera vez del sistema heliocéntrico donde es la Tierra la que gira alrededor del Sol y no al contrario. Esta teoría, sin embargo, pasó sin pena ni gloria porque era más difícil de explicar que el modelo más simple y aparente de Aristóteles, quien siguió siendo considerado como el filósofo de la naturaleza más influyente durante casi diecinueve siglos más.


Alguien que ayudó a consolidar el sistema geocéntrico de Aristóteles fue Claudio Ptolomeo ya en el siglo II de nuestra Era. Por supuesto, Ptolomeo perfeccionó el sistema aristotélico añadiendo esferas más pequeñas y sus órbitas junto a sus astros correspondientes a las órbitas que describían las esferas más grandes y así pudo explicar las discrepancias en cuanto a distancias, posiciones y velocidades variables que mostraban los diversos astros respecto a la Tierra y que el sistema aristotélico no había podido explicar.

De esta manera, durante todo el Medievo el sistema aristotélico-ptolemaico dominó el horizonte científico amparado por la Iglesia Católica. Sin embargo, con el Renacimiento del siglo XVI, nuevos aires soplaron por la vieja Europa y volvieron a desempolvarse los clásicos griegos para ser estudiados de nuevo con vivo interés.
Un monje, Nicolás Copérnico se puso de nuevo a estudiar a los filósofos griegos, especialmente los pitagóricos, preocupado por los problemas del movimiento terrestre. Estudió de nuevo teorías cosmológicas rechazadas por el “sentido común” para darles un toque coherente y científico. Y a lo largo de veinticinco años (1507-1532) escribió su obra maestra De Revolutionibus Orbium Coelestium (Sobre el movimiento de las esferas celestiales) cambiando para siempre la visión cosmológica del mundo y devolviendo el conocimiento más acertado que Aristarco de Samos había concebido sobre el modelo heliocéntrico del Cosmos. Sin embargo, debido al temor a la Iglesia Católica y a las críticas de sus propios colegas científicos fue posponiendo la publicación de su obra hasta que una enfermedad mortal lo alcanzó. Solo tres días después de fallecer fue publicada su obra en 1543. Su obra fue precursora de grandes avances científicos rompiendo los esquemas inflexibles del pensamiento medieval. La naturaleza fue perdiendo el carácter teológico que la Iglesia Católica había impuesto por siglos de dominación exegética atribuyendo a la Biblia cosas que ella no decía como, por ejemplo, que la Tierra fuera plana o que fuera el centro del universo físico (sobre esto ya hablaremos).
A pesar de la contribución de Copérnico a la verdad cosmológica, su obra aun estaba ligada al pensamiento del mundo antiguo. El pensamiento platónico sobre los principios de uniformidad y circularidad continuaban siendo premisas válidas para él; de modo que, aunque el centro del mundo ya no era la Tierra sino el Sol, Copérnico concibió al Sol como centro inmóvil del Cosmos y a la Tierra y los planetas girando en órbitas circulares perfectas en torno a él. Ciertamente, aunque su modelo permitía predecir mejor que antes y con mayor exactitud los movimientos astronómicos, no obstante aun no era perfecto. ¿Por qué razón debía ser el sol un astro estático y las órbitas de los astros círculos perfectos?
Dos de sus discípulos, Kepler y Galileo, despejarían estas incognitas. Pero de ellos hablaremos en nuestra próxima entrada. Hasta pronto.

jueves, 4 de febrero de 2016

La verdad histórica es progresiva

compartida en la Edad Media por Agustín de Hipona, en la Época Moderna por Voltaire, y en el siglo XIX por Comte, y Louis Vivan de Saint-Martin.
Pero no hay que desesperar, la búsqueda de la verdad histórica se puede lograr; si bien hay que comprender un principio fundamental. Vamos a tratar de alejarnos del dogmatismo para entender que no estamos hablando de la verdad absoluta. La verdad absoluta solo la conoce Dios. Y Dios a través de su Palabra revelada nos dice que tengamos en cuenta un aspecto fundamental de la verdad. En la Biblia en Eclesiastés 3:11 nos dice: “Aun el tiempo indefinido ha puesto en el corazón [del hombre], para que la humanidad nunca descubra la obra que el Dios [verdadero] ha hecho desde el comienzo hasta el fin.” Aquí tenemos pues la premisa: el trabajo o la obra del Creador es tan descomunal que el hombre nunca la descubrirá por completo aun cuando se le dé todo el tiempo indefinido o como diríamos “todo el tiempo del mundo”. Esta es una verdad tan obvia que es incontrovertible.


EL METRO DEL CONOCIMIENTO
Desde que el hombre, especialmente, desde la antigua Grecia con Tales de Mileto, emprendiera la búsqueda sistemática del conocimiento a través de la filosofía y la ciencia; ésta pronto se diversificó en las grandes ramas del saber; matemáticas, geometría, biología, astronomía, etc. En la actualidad todas esas grandes ramas se han diversificado en innumerables especialidades y éstas a su vez, en innumerables investigaciones concretas y monotemáticas que pueden sumergir a un solo científico en décadas de arduo trabajo y dedicación. Todo esto demuestra que la búsqueda de la verdad; sea esta la verdad histórica o científica, o cualquier otra rama del saber, es un fin en sí mismo y que lo que comúnmente conocemos como la verdad en realidad son hitos hacia ese fin.
De hecho, hasta en el campo espiritual encontramos un paralelismo semejante. Aun cuando el conocimiento espiritual sea considerado por los creyentes como un conocimiento revelado por Dios; éste es dosificado por Dios en el tiempo según su voluntad. De ahí que el apóstol Pablo dijera que “tenemos conocimiento parcial y profetizamos parcialmente” (1 Corintios 13:9).
De modo que, en muchos campos del saber, hemos alcanzado hitos en cuanto a la verdad y probablemente somos menos ignorantes ahora que hace unos años, pero seremos razonables si no caemos en el dogmatismo de pensar que ya poseemos la verdad completa sobre algún asunto. Es mucho más sensato pensar, tal como el apóstol Pablo había dicho un poco antes de la cita anterior, que “si alguien piensa que ha adquirido conocimiento de algo, todavía no lo sabe exactamente como debe saberlo” (1 Corintios 8:2).
En nuestra próxima cita pondremos un ejemplo de cómo la verdad científica y por lo tanto también histórica es, tal como hemos considerado, un proceso progresivo en continua expansión. Hablaremos del desarrollo de la cosmología hasta nuestros días. Saludos a todos.

lunes, 1 de febrero de 2016

El problema de la Historia

Ahora bien, ¿por qué se discute tanto sobre historia? Y ¿por qué no hay acuerdo sobre cómo sucedieron ciertos asuntos históricos y su sentido? Esto es debido a que el hombre es un ser limitado mientras que la historia es un fenómeno universal. Normalmente, lo que conoce una persona sobre historia es la suya propia; y ampliada como mucho a sus padres, abuelos y bisabuelos. Si ha habido una buena comunicación con ellos, es posible que hayan preguntado a sus padres sobre sus experiencias como niños, como adolescentes, cómo se conocieron, las dificultades a las que se enfrentaron, etc. Y si han conocido a sus abuelos o bisabuelos es posible que se hayan sentado junto a ellos para escuchar sus famosas “batallitas”. También conocerán la historia, por lo menos en parte, de su entorno geográfico local y social y un poco más si han tenido la oportunidad de viajar. Y conocerán algo más de historia o mucho más, si han sido apasionados lectores, radioyentes, televidentes o cinéfilos de la historia; pero una vez llegados a este punto se dan cuenta que se adentran en un mundo bastante subjetivo con muchos datos y pocas certezas o con pocos datos y demasiadas dudas. Aquí es donde comienza la verdadera obra detectivesca de la historia. La historia en este punto se complica más debido a que es un fenómeno universal desigual en el tiempo y en el espacio desde nuestra posición limitada. Quiero decir que cuanto más nos alejamos en el tiempo, más escasas son las fuentes documentales a las que tenemos acceso y, cuanto más nos alejamos de nuestro espacio local, más incomprensibles se nos pueden hacer los hechos debido a las diferencias culturales y étnicas, probablemente bastantes desconocidas para nosotros.


De ahí que la historia, además de su definición como fenómeno ontológico, también se la conozca como disciplina científica. Para tratar de salvar los escollos de los que hemos hablado; la ciencia histórica trata de poner en orden todos los problemas que se observan en la búsqueda de la verdad histórica. Para ello, se aplica el método científico y se sistematiza el conjunto de datos disponibles en un armazón de hipótesis, teorías y propuestas que sean lo más inteligibles y lógicas para ser aceptadas por todos. Pero como he dicho, el método científico solo sirve para poner algo de orden en el conglomerado de ideas sobre la historia. La realidad nos indica que ni los mismos historiadores se ponen de acuerdo, no ya en los hechos mismos que tratan de explicar sino tampoco en la propia metodología de la investigación de esos hechos históricos. Se suele dar mayor crédito a quien en un momento dado se piensa que sabe más, para pasar posteriormente a otras nuevas ideas que supuestamente encajan mejor con la realidad. De esta manera algunas teorías sobre hechos históricos pueden estar de moda en un tiempo y acabar desacreditadas posteriormente. ¿Está pues todo perdido para descubrir la verdad histórica? Por supuesto que no, pero tenemos que partir de principios metodológicos que nos permitan saber qué es lo que realmente buscamos cuando hablamos de encontrar la verdadera historia. Desde mi punto de vista hay uno muy importante que muchos historiadores en general pasan por alto. En la próxima entrada del blog lo vemos. Hasta pronto.