Tomemos como ejemplo el largo camino que tomó la explicación del modelo
cosmológico desde la antigüedad. En el siglo XVI a. E.C. en Mesopotamia se
creía que la tierra era redonda pero plana y rodeada por un oceáno cósmico.
Luego, más de once siglos después, Aristóteles plantea el modelo
geocéntrico donde, como indica la designación, la Tierra es el centro del
Universo y el Sol, la Luna y los planetas giran alrededor de la Tierra fijadas
a múltiples esferas transparentes. Las estrellas están fijas en la esfera más
exterior. Lo concibe como un sistema de esferas fijo, sin posible expansión o
contracción. Por otra parte considera la Tierra como formada por elementos
finitos sujetos a deterioro, como el aire, el agua, la tierra y el fuego,
mientras que asigna a las esferas externas a la Tierra un elemento distinto que
llama éter y le confiere una naturaleza eterna. Así, mientras que nuestro
planeta era caduco, Aristóteles consideró que los cielos estrellados eran
eternos.
Más tarde, tan solo un siglo después, Aristarco de Samos propuso, en primer
lugar, un sistema mixto, parcialmente geocéntrico y heliocéntrico. Pero por una
noticia que recibimos a través de Arquímedes, sabemos de un libro que escribió
Aristarco pero que no ha sobrevivido. En él, Aristarco habla por primera vez del
sistema heliocéntrico donde es la Tierra la que gira alrededor del Sol y no al
contrario. Esta teoría, sin embargo, pasó sin pena ni gloria porque era más
difícil de explicar que el modelo más simple y aparente de Aristóteles, quien
siguió siendo considerado como el filósofo de la naturaleza más influyente
durante casi diecinueve siglos más.
Alguien que ayudó a consolidar el sistema geocéntrico de Aristóteles fue
Claudio Ptolomeo ya en el siglo II de nuestra Era. Por supuesto, Ptolomeo
perfeccionó el sistema aristotélico añadiendo esferas más pequeñas y sus órbitas junto a sus astros correspondientes a las órbitas que describían las esferas más grandes y así pudo explicar las discrepancias en cuanto
a distancias, posiciones y velocidades variables que mostraban los diversos
astros respecto a la Tierra y que el sistema aristotélico no había podido
explicar.
De esta manera, durante todo el Medievo el sistema aristotélico-ptolemaico
dominó el horizonte científico amparado por la Iglesia Católica. Sin embargo,
con el Renacimiento del siglo XVI, nuevos aires soplaron por la vieja Europa y volvieron
a desempolvarse los clásicos griegos para ser estudiados de nuevo con vivo
interés.
Un monje, Nicolás Copérnico se puso de nuevo a estudiar a los filósofos
griegos, especialmente los pitagóricos, preocupado por los problemas del
movimiento terrestre. Estudió de nuevo teorías cosmológicas rechazadas por el
“sentido común” para darles un toque coherente y científico. Y a lo largo de
veinticinco años (1507-1532) escribió su obra maestra De Revolutionibus Orbium Coelestium (Sobre el movimiento de las esferas celestiales) cambiando para siempre la visión cosmológica del mundo y devolviendo el
conocimiento más acertado que Aristarco de Samos había concebido sobre el
modelo heliocéntrico del Cosmos. Sin embargo, debido al temor a la Iglesia
Católica y a las críticas de sus propios colegas científicos fue posponiendo la
publicación de su obra hasta que una enfermedad mortal lo alcanzó. Solo tres
días después de fallecer fue publicada su obra en 1543. Su obra fue precursora
de grandes avances científicos rompiendo los esquemas inflexibles del
pensamiento medieval. La naturaleza fue perdiendo el carácter teológico que la
Iglesia Católica había impuesto por siglos de dominación exegética atribuyendo
a la Biblia cosas que ella no decía como, por ejemplo, que la Tierra fuera
plana o que fuera el centro del universo físico (sobre esto ya hablaremos).
A pesar de la contribución de Copérnico a la verdad cosmológica, su obra
aun estaba ligada al pensamiento del mundo antiguo. El pensamiento platónico
sobre los principios de uniformidad y circularidad continuaban siendo premisas
válidas para él; de modo que, aunque el centro del mundo ya no era la Tierra
sino el Sol, Copérnico concibió al Sol como centro inmóvil del Cosmos y a la Tierra y los planetas girando en órbitas
circulares perfectas en torno a él.
Ciertamente, aunque su modelo permitía predecir mejor que antes y con mayor
exactitud los movimientos astronómicos, no obstante aun no era perfecto. ¿Por
qué razón debía ser el sol un astro estático y las órbitas de los astros
círculos perfectos?
Dos de sus discípulos, Kepler y Galileo, despejarían estas incognitas. Pero de ellos hablaremos en nuestra próxima entrada. Hasta pronto.
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