viernes, 12 de febrero de 2016

Desarrollo de la Cosmología, parte I (De Aristóteles a Copérnico)

Tomemos como ejemplo el largo camino que tomó la explicación del modelo cosmológico desde la antigüedad. En el siglo XVI a. E.C. en Mesopotamia se creía que la tierra era redonda pero plana y rodeada por un oceáno cósmico.
Luego, más de once siglos después, Aristóteles plantea el modelo geocéntrico donde, como indica la designación, la Tierra es el centro del Universo y el Sol, la Luna y los planetas giran alrededor de la Tierra fijadas a múltiples esferas transparentes. Las estrellas están fijas en la esfera más exterior. Lo concibe como un sistema de esferas fijo, sin posible expansión o contracción. Por otra parte considera la Tierra como formada por elementos finitos sujetos a deterioro, como el aire, el agua, la tierra y el fuego, mientras que asigna a las esferas externas a la Tierra un elemento distinto que llama éter y le confiere una naturaleza eterna. Así, mientras que nuestro planeta era caduco, Aristóteles consideró que los cielos estrellados eran eternos. 
Más tarde, tan solo un siglo después, Aristarco de Samos propuso, en primer lugar, un sistema mixto, parcialmente geocéntrico y heliocéntrico. Pero por una noticia que recibimos a través de Arquímedes, sabemos de un libro que escribió Aristarco pero que no ha sobrevivido. En él, Aristarco habla por primera vez del sistema heliocéntrico donde es la Tierra la que gira alrededor del Sol y no al contrario. Esta teoría, sin embargo, pasó sin pena ni gloria porque era más difícil de explicar que el modelo más simple y aparente de Aristóteles, quien siguió siendo considerado como el filósofo de la naturaleza más influyente durante casi diecinueve siglos más.


Alguien que ayudó a consolidar el sistema geocéntrico de Aristóteles fue Claudio Ptolomeo ya en el siglo II de nuestra Era. Por supuesto, Ptolomeo perfeccionó el sistema aristotélico añadiendo esferas más pequeñas y sus órbitas junto a sus astros correspondientes a las órbitas que describían las esferas más grandes y así pudo explicar las discrepancias en cuanto a distancias, posiciones y velocidades variables que mostraban los diversos astros respecto a la Tierra y que el sistema aristotélico no había podido explicar.

De esta manera, durante todo el Medievo el sistema aristotélico-ptolemaico dominó el horizonte científico amparado por la Iglesia Católica. Sin embargo, con el Renacimiento del siglo XVI, nuevos aires soplaron por la vieja Europa y volvieron a desempolvarse los clásicos griegos para ser estudiados de nuevo con vivo interés.
Un monje, Nicolás Copérnico se puso de nuevo a estudiar a los filósofos griegos, especialmente los pitagóricos, preocupado por los problemas del movimiento terrestre. Estudió de nuevo teorías cosmológicas rechazadas por el “sentido común” para darles un toque coherente y científico. Y a lo largo de veinticinco años (1507-1532) escribió su obra maestra De Revolutionibus Orbium Coelestium (Sobre el movimiento de las esferas celestiales) cambiando para siempre la visión cosmológica del mundo y devolviendo el conocimiento más acertado que Aristarco de Samos había concebido sobre el modelo heliocéntrico del Cosmos. Sin embargo, debido al temor a la Iglesia Católica y a las críticas de sus propios colegas científicos fue posponiendo la publicación de su obra hasta que una enfermedad mortal lo alcanzó. Solo tres días después de fallecer fue publicada su obra en 1543. Su obra fue precursora de grandes avances científicos rompiendo los esquemas inflexibles del pensamiento medieval. La naturaleza fue perdiendo el carácter teológico que la Iglesia Católica había impuesto por siglos de dominación exegética atribuyendo a la Biblia cosas que ella no decía como, por ejemplo, que la Tierra fuera plana o que fuera el centro del universo físico (sobre esto ya hablaremos).
A pesar de la contribución de Copérnico a la verdad cosmológica, su obra aun estaba ligada al pensamiento del mundo antiguo. El pensamiento platónico sobre los principios de uniformidad y circularidad continuaban siendo premisas válidas para él; de modo que, aunque el centro del mundo ya no era la Tierra sino el Sol, Copérnico concibió al Sol como centro inmóvil del Cosmos y a la Tierra y los planetas girando en órbitas circulares perfectas en torno a él. Ciertamente, aunque su modelo permitía predecir mejor que antes y con mayor exactitud los movimientos astronómicos, no obstante aun no era perfecto. ¿Por qué razón debía ser el sol un astro estático y las órbitas de los astros círculos perfectos?
Dos de sus discípulos, Kepler y Galileo, despejarían estas incognitas. Pero de ellos hablaremos en nuestra próxima entrada. Hasta pronto.

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