miércoles, 28 de septiembre de 2016

Desarrollo de la Cosmología; parte VI, Galileo Galilei II


El proceso de la Inquisición de 1616 afectó profundamente a Galileo, minando su fortaleza física, de modo que las dolencias comenzaron a instalarse en su vida de manera crónica y tormentosa. Para ese tiempo, también sus dos hijas Virginia y Livia, fruto de sus relaciones con su amante Marina Gamba, con la que nunca se casó, llevaban unos tres años en el convento de San Mateo de Arcetri. De su primera hija Virginia, el registro de su nacimiento ya llevaba el estigma como “hija de Marina de Venecia y fruto de la fornicación”. Como hijas ilegítimas que eran, tenían pocas posibilidades de ser casaderas. Pero una salida digna para ellas era ser dadas al servicio de la Iglesia; de hecho, una monja era socialmente mejor vista que una mujer normal y además, el convento les ofrecía un contexto cultural mejor que al resto de las mujeres al permitirles pensar y escribir libremente.
Por supuesto, después del proceso de 1616, Galileo continuó con sus observaciones y estudios cosmológicos, pero sin poder hablar de su cosmología copernicana, aunque sí de aspectos concretos de los cuerpos astrales que observaba. Por ejemplo, en 1618 observó el orbitar de tres cometas. Mientras que los astrónomos jesuitas del Observatorio Vaticano defendían el punto de vista de Brahe sobre las trayectorias elípticas de los cometas como cuerpos celestes reales, Galileo, por su parte, se empecinaba en afirmar que solo se trataba de ilusiones ópticas propiciadas por fenómenos metereológicos; un nuevo error de Galileo. Aun así, por su trayectoria general, Galileo continuó recibiendo honores por su labor científica, sobre todo en 1620 y 1622 y convirtiéndose en representante de los círculos intelectuales romanos en contraposición a los círculos científicos jesuitas.
Hasta ese momento, Galileo gozaba de una gran amistad con el cardenal Maffeo Barberini, quien hasta llegó a componerle el poema Adulatio Perniciosa en su honor y, además, dicha amistad continuó después del 6 de agosto de 1622 cuando el cardenal fue nombrado Papa como Urbano VIII.
Su hija mayor, Virginia, que en el convento había cambiado su nombre a María Celeste, comenzó en 1623 a mantener una relación epistolar muy estrecha con su padre; animándolo y manteniéndole informado sobre la vida en el convento.
En septiembre de 1624 Galileo fue recibido en varias ocasiones por su Papa amigo, y en una de ellas, Urbano VIII le dio a Galileo la idea para su próximo libro; una exposición imparcial sobre los dos sistemas cosmológicos en ese momento; el de Copérnico y el de Aristóteles. Dialogo sobre los dos sistemas del mundo, sería la obra escrita por Galileo que le daría mayor grandeza y mayor tragedia al mismo tiempo y al que consagraría su escritura hasta 1631, no sin dificultades, porque en 1628 Galileo estuvo a punto de morir de enfermedad. Pero se recuperó y en febrero de 1632 la obra fue impresa. Pero muy poco después, los ojos de Galileo comenzaron a fallarle y la oscuridad en su vida, tanto física como existencial; que no intelectual, empezó a adueñarse de él.
La idea que Urbano VIII le había sugerido a Galileo era buena, pero ¿sabría él presentar los dos sistemas del mundo de manera imparcial? Esto era harto difícil, porque Galileo se resistía desde antes de su encuentro con el Papa a que se equiparara el sistema de Copérnico con el de Ptolomeo. En realidad, si Urbano VIII hubiera encargado este proyecto a algún otro científico moderado, es posible que hubiese salido una obra técnicamente imparcial. Pero en este caso; Galileo sacó su genio y arrambló con el sistema en el que no creía. De nuevo su carácter le traicionó; casi pareció que le falló hasta su sentido común. Su obra le granjearía nuevos enemigos, algunos que ni él había pensado que pudieran llegar a serlo.
El Dialogo de Galileo estaba redactado de esta manera: La escena se desarrolla en Venecia durante cuatro días donde Salviati, Simplicio y Sagredo debaten sobre la concepción del mundo. Salviati el “académico” representa la postura copernicana de Galileo, mientras que Simplicio defiende el sistema de Aristóteles y Ptolomeo. Sagredo es el neófito educado que escucha con imparcialidad ambos sistemas.
Con el apoyo de Urbano VIII y del Gran Duque de Toscana, el Dialogo de Galileo ve la luz el 21 de febrero de 1632 y provoca un verdadero escándalo y revolución. El libro descalifica el geocentrismo de Ptolomeo al estilo sarcástico de Galileo. El libro, por supuesto, despunta en su defensa del Copernicanismo y pone en mal lugar la pobre defensa que hace Simplicio del sistema aristotélico-ptolemaico. Además, estaba escrito en lengua italiana en vez de latín con lo que el escándalo se hizo mayor al abarcar a más lectores entre la gente común, desagradando en esto también a la Iglesia. Los enemigos de Galileo; se sospecha de los jesuitas; lanzaron un rumor que llegó a la atención del Papa Urbano, insinuando que Galileo se había inspirado en él para el papel de Simplicio de modo que el Papa quedara malparado.
Galileo no esperaba estas reacciones y mucho menos que su amigo el Papa tomara su posición al lado de sus enemigos; pero la cosa pintó muy mal en cuanto la Inquisición tomó cartas en el asunto acusando formalmente a Galileo de haber desobedecido la interdicción de 1616 que le prohibía la defensa del Copernicanismo mas allá del planteamiento hipotético. Efectivamente, Galileo rebasó este límite presentando en el Dialogo dos pruebas más a favor del sistema heliocéntrico, el movimiento de las mareas y la rotación de las manchas solares. El tiempo demostró que la segunda prueba era correcta pero no la primera sobre las mareas, aunque ésta estuviera presentada magistralmente.
Galileo que ya contaba con sesenta y ocho años y además se encontraba débil y enfermo, fue requerido por la Inquisición para que se presentara en Roma. Aunque Galileo trato de dilatar todo lo que pudo esta demanda, finalmente fue conminado para que se presentara de inmediato en Roma, por la fuerza, si fuera necesario. Finalmente, el 9 de abril de 1633, comenzó el proceso contra él.
Desde el momento en que la Inquisición llamó a Galileo, su hija Celeste, que ya tenía conocimiento del contenido del Dialogo; desde el convento trató de mantener fuerte la moral de su padre pero instándole al mismo tiempo a mostrar prudencia. Antes de que Galileo saliera de Florencia le escribió: “Padre, le ruego que no afrontéis estos problemas sin reflexionar. Pero, aunque los veáis de forma pesimista, utilizadlos para eliminar las imperfecciones que habéis reconocido en vos mismo y lleguéis a superar la vanidad y las falacias de todas las cosas terrenales.”
Es interesante, en este sentido, que Galileo, cuando estuvo presente ante el tribunal de la Inquisición reconoció lo siguiente: “Mi error, lo confieso, fue por ambición, por la natural inclinación de muchos hombres a analizar las cosas que no hacen otros, a mostrase a ellos a mismos más diestros que  otros hombres y exponer argumentos a favor de proposiciones, incluso siendo falsas propuestas.” De esta respuesta de Galileo se infiere una posibilidad que no han contemplado la mayoría de los historiadores sobre la abjuración de Galileo. Generalmente se atribuye la abjuración de Galileo al temor al sufrimiento, al dolor del tormento e incluso a la muerte en la hoguera que él tendría muy presente en el caso de Giordano Bruno treinta y tres años antes. Otros lo han atribuido a una estrategia de Galileo para poder seguir investigando en ciencia. Pero no he leído de nadie que haya dicho que Galileo pudo tener en cuenta los sentimientos de su querida hija Celeste a la hora de abjurar. Galileo sabía de la gran preocupación de su hija por su salud física y espiritual y también de su angustia por su futuro. Las palabras de Celeste antes de que Galileo abandonase Florencia para presentarse ante la Inquisición bien pudieron hacer mella en él al grado de preguntarse si valía la pena arriesgar su vida por cuestiones no totalmente seguras y que eran sustentadas no solo por el amor a la verdad sino también por la pura gloria personal. Además, por otra parte, Galileo quien también amaba mucho a su hija, bien pudo pensar en el efecto que tendría en ella una condena extrema, como la de Giordano Bruno. ¡Qué tragedia y oprobio para ella! Galileo no soportaría pensar que su hija tampoco soportaría un destino tan horrendo y humillante para él. ¡Qué conflicto tan terrible para una persona; ver a la Iglesia a quien servía cometer semejante injusticia contra su padre!   

Desde el principio del proceso, Galileo alegó no recordar haber recibido del cardenal Belarmino, allá en 1616, la limitación de discutir el sistema Copernicano solo como hipótesis. Finalmente se encontró un acta en ese sentido, pero se hallaba sin firmar por ninguna de las partes. Ante esta débil prueba, la Inquisición conminó a Galileo a confesar, bajo amenaza de tortura sino lo hacía y de benevolencia si colaboraba. Galileo decidió confesar en una comparecencia el 30 de abril. Después de casi dos meses, el 21 de junio de 1633, le fue leída a Galileo una terrible sentencia: se le condenaba a prisión perpetua pero también a abjurar de sus ideas. La pesadilla más detestable para un arrogante se cumplió. Tuvo que fingir una humildad ficticia de la que nunca había hecho gala ante las autoridades de la Iglesia, a pesar de que él nunca creyó en la imposición de las ideas basada en la autoridad y no en la razón. Vencido y humillado, Galileo abjuró de sus ideas.
Es en este momento donde algunos historiadores siguiendo a Giuseppe Baretti han querido situar la famosa frase de Galileo “Heppur si muove” (“Y sin embargo se mueve”). Pero en ese momento; en situación de reo convicto, no era probable tal declaración y menos ante la Inquisición que hubiera reaccionado ante tal desacato y provocación. Tal circunstancia hubiera quedado reflejada en el acta del proceso y probablemente hubiera condicionado la condena. Sin embargo, la condena de prisión fue conmutada por indulgencia del Papa Urbano por arresto domiciliario perpetuo. Por eso, en opinión de Stillman Drake, especialista en Galileo, si esa frase se pronunció alguna vez, tuvo que ser en otro momento y lejos de oídos enemigos de Galileo.
El texto de la sentencia llegó a muchos países de Europa. Galileo perdió numerosos amigos debido a este proceso; muchos no le perdonarían su abjuración ante la Inquisición como un acto de cobardía. Sin embargo, sus discípulos Viviani y Torricelli y otros, probablemente vieron al anciano Galileo con benevolencia, como un hombre enfermo y vencido y por eso decidieron no juzgarlo con severidad y estar con él hasta el final de su vida.
Cuando María Celeste ya conoció la sentencia contra su padre y el Diálogo le escribió: “Mi queridísimo señor padre, ahora es el momento de valeros más que nunca de la prudencia que Dios os ha dado”. También, como amantísima hija movió su influencia para hacerse cargo de la recitación de los salmos penitenciales que la Inquisición había impuesto a Galileo una vez cada semana. De hecho, el gran amor que sentía por su anciano padre llegó al grado de considerar la posibilidad de tomar el puesto de su padre en la prisión para ahorrarle a él tal sufrimiento. Pero tal cosa no fue necesaria ya que la condena de Galileo se conmutó al confinamiento en su propia casa.
 Para finales de 1633, Celeste le había escrito a su padre 124 cartas a lo largo de diez años, donde expresaba claramente la afectísima admiración por él y su obra y, mostrándole un grandísimo respeto dirigiéndose habitualmente a él como “señor padre”. Por su parte, Galileo le correspondió describiéndola como "una mujer de exquisita mente, singular bondad, y muy apegada a mí."
Durante los siguientes cinco años que Galileo permaneció confinado en su casa junto a algunos de sus discípulos, continuó en su labor investigadora centrándose, no ya en la cosmología pero sí retomando de nuevo la física de su juventud. En 1636 escribió su libro Discursos sobre dos nuevas ciencias, estableciendo las bases de la Mecánica y la de la Resistencia de los materiales. Con la Mecánica de Galileo se da por finalizada la física aristotélica; y los estudios sobre el movimiento que contenía el libro serían la piedra angular donde Newton continuaría su obra hacia el descubrimiento de su Ley de la gravitación universal. Justo terminado este libro perdió la visión de su ojo derecho el 4 de julio de 1637 y seis meses después, Galileo perdió definitivamente la vista. Ciego y asistido por algunos de sus discípulos, Galileo continuaría trabajando con la ayuda de ellos hasta su muerte cuatro años después en Arcetri a la edad de 77 años.
La Iglesia Católica tardaría más de 350 años en homenajear a Galileo pero sin rehabilitarlo completamente. La Iglesia insiste en decir que Galileo no pudo demostrar en aquel momento que la Tierra girara sobre sí misma y alrededor del Sol. Ahora bien, si con eso la Iglesia pretende justificar su proceder autoritario sobre el libre pensar científico o su injerencia en él, está claro que la condena sobre ella es unánime actualmente.
Galileo creía en la “soberbia verdad” lo mismo que Jerónimo de Estridón, el doctor de la Iglesia, creía en la “santa arrogancia”. Pero ambos conceptos llevan aparejado un contrasentido y un mismo resultado: la imposición forzada de los argumentos en otros. Si Galileo hubiera tenido en cuenta las palabras del apóstol Pedro en 1 Pedro 3:15, habría presentado la defensa de sus argumentos con “suave fortaleza y temor”. Esto es, que podría haber presentado el poder de sus argumentos de manera sutil y delicada, pero siempre desde una posición humilde; una actitud que acercara a sus interlocutores a sus pensamientos, lejos de alejarlos con su vanidad y arrogancia. Además, la segunda palabra; el temor, que traduce el griego phobos y que, entre otras cosas, indica el temor que nos produce una persona con autoridad; alguien a quien, si no le damos la debida consideración y respeto, puede transformar nuestro temor en terror. ¡Qué pena! ¿Cómo es posible que un hombre tan sabio como Galileo y creyente además en las Sagradas Escrituras pudo dejarse seducir por la vanidad y la prepotencia con terribles consecuencias para él? ¡Qué diferente pudiera haber sido todo si hubiera mantenido una actitud modesta ante sus adversarios científicos y poderosos miembros del clero!
Por eso, nuestra anterior entrada sobre Galileo concluyó con una aplicación de Eclesiastés 9:11 a su persona en el sentido del sabio que tropieza sin esperarlo y sin el favor de los grandes. Pero Eclesiastés continúa en el siguiente versículo 12 con unas palabras que siguen identificando el final de la vida de Galileo, así como de tantos otros; yo diría, de la mayor parte de la humanidad. Dice: Porque nunca sabe el hombre su hora. Como peces atrapados en una red mala, y como aves agarradas en un lazo, ellos; los hijos de los hombres; son atrapados en mala hora, cayendo sobre ellos bruscamente.”
El lazo en el que la Inquisición cogió a Galileo a menos de nueve años de su muerte, ciertamente ensombrecieron más el ocaso de su vida que ya estaba en penumbra por su gradual ceguera; que fue total en sus últimos cuatro años. La muerte de su hija Celeste supuso uno de los más terribles golpes que este hombre pudo recibir a menos de un año de habérsele comunicado su sentencia y a menos de cuatro meses de haber regresado a Arcetri, cerca de ella. Angustiado, Galileo confesó a un amigo suyo: “siento una tristeza y una melancolía enormes; me siento despreciable y oigo a mi querida hija que me llama”. Su aplastante sentimiento de culpa obedecía a la creencia de que su hija había descuidado su salud por culpa de su larga ausencia de Florencia.
Seguramente que al final de su vida Galileo meditaría mucho en cómo había enfocado su conocimiento ante los demás y creo que llegaría a la misma conclusión que he contado en esta historia. A lo mejor pensó: “Pude haberlo hecho mejor.”


Pero justamente un año después que murió Galileo, nació otro hombre que se subiría a los hombros de este gigante y continuaría su obra. Isaac Newton era su nombre y de él hablaremos en nuestra próxima entrada. 

domingo, 8 de mayo de 2016

Desarrollo de la Cosmología; parte V, Galileo Galilei I

La personalidad de Galileo le avocaba inexorablemente a la búsqueda de la verdad. Tenía una mente muy inquieta e inquisitiva, pero un carácter fortísimo y esto desde que era un joven estudiante universitario; al grado que sus propios compañeros le apodaron “el discutidor” por su siempre dispuesta disposición a la discusión. De modo que cuando exponía la verdad que él creía no lo hacía de un modo elegante, sino de una forma arrogante y despreciativa; no tenía el menor miramiento ni siquiera por sus profesores a los que más de una vez dejó en ridículo en medio de las clases. No sabía tratar a los que él consideraba indoctos, pues su prepotencia y habla mordaz los humillaba y enemistaba a la vez. Y así fue toda su vida. Esto; sin que Galileo se diera cuenta, condicionaría mucho la triste etapa final de su vida. Supongo que al final meditaría en ello amargamente. Pero veamos cómo se llegó a aquella situación.   
Cuando en 1596, Kepler envió dos ejemplares de su libro Mysterium Cosmographicum (El misterio cósmico) a la Universidad de Padua, uno de ellos cayó en manos de Galileo quien inmediatamente se puso en contacto con él. A pesar de que el libro no iba dirigido a él especialmente, Galileo quiso agradecerle a Kepler el privilegio de haberlo honrado con su obra. Entre las cosas que le escribió, le dijo: “Soy muy afortunado de tener un hombre tal como compañero en la búsqueda de la verdad y también como amigo en la propia verdad. Porque es terrible que sean tan escasos los que luchan por ella y sin filosofar de modo incorrecto.” He querido incluir esta cita para recordar lo que ya expuse en la introducción a este blog; que la búsqueda de la verdad debe ser la guía directriz del verdadero historiador y científico. Claro, que esta búsqueda a veces es eclipsada por la búsqueda de la propia gloria. A pesar de que fue Galileo quien escribió esas palabras, la historia cuenta que él siempre trató de sacar ventaja de sus descubrimientos para su propia honra y hacienda. 
Mientras tanto, en la República de Venecia, Galileo iba medrando como buen científico que era. Su obra podríamos considerarla complementaria a la de Kepler. En mayo de 1609, a través de un antiguo alumno suyo, Galileo se entera de la construcción de un telescopio por el holandés Hans Lippershey. Enseguida, Galileo se pone a construir su propio telescopio de seis aumentos, el doble que el del holandés y que además no deformaba las imágenes de los objetos observados, como el otro. En agosto de ese año Galileo construye su segundo telescopio de nueve aumentos y lo presenta al Senado de Venecia dando a entender ser su inventor. Hace una demostración ante el Dux de Venecia desde el Campanille de la Plaza de San Marcos mirando hacia la isla de Murano –precisamente de donde conseguía el cristal para las lentes de sus telescopios- que estaba a 2.5 kilómetros, asombrando a todos los observadores que veían la isla casi al alcance de su mano. Taimadamente y mediante adulación al Dux, Galileo ofrece y lega los derechos de su telescopio a la República de Venecia para fines militares –el telescopio ofrecía una ventaja importante al divisar barcos enemigos en alta mar antes que el propio enemigo-, con lo que consigue que el Dux haga que su plaza de matemático en la Universidad de Padua pase a ser vitalicia y le libere de sus dificultades financieras al doblarle el sueldo. Pero en cierto sentido a este oportunismo le sale el tiro por la culata porque esto no es lo que quiere Galileo; él esperaba que el Dux le ofreciese un puesto a su servicio y lo librara, precisamente, de las obligaciones de la universidad. Lo que quería Galileo era tener tiempo para sus investigaciones y cada minuto que pasaba en las clases de la universidad era tiempo perdido para tal fin. Él, que era un buen profesor que inspiraba en sus alumnos el amor por la ciencia, irónicamente, no encontraba placer en la enseñanza; por lo menos en ese momento, que lo único que le entusiasmaba era mirar incansablemente a los cielos con su nuevo juguete, el telescopio.
Ese mismo otoño de 1609, el incansable Galileo produjo otro telescopio de treinta aumentos y en ese momento, podríamos decir; comenzó; no solo la verdadera astronomía moderna sino el propio método científico; o sea, la ciencia moderna. Es obvio que Galileo no inventó el telescopio pero fue el primero que realmente supo mirar con él. Cuando él dirigió su nuevo telescopio hacia la Luna quedó maravillado, pues descubrió cráteres, montañas y sombras, con lo que el mundo supralunar de Aristóteles, de esferas perfectas se desmoronó. Y a principios de enero de 1610 Galileo hace otro descubrimiento capital. Al observar Júpiter con su telescopio descubre sus cuatro satélites con lo que otra de las creencias cosmológicas antiguas también se viene abajo; la Tierra no es el único astro donde otros cuerpos celestiales giran a su alrededor. Además, esta observación le hace intuir a Galileo que Júpiter con sus cuatro satélites es un modelo en pequeño de nuestro sistema solar con los planetas orbitando alrededor del Sol. Este descubrimiento conmocionó tanto a Europa que, hasta el astrónomo del Colegio Romano, Cristobal Clavio exclamó: “Todo el sistema de los cielos ha quedado destruido y debe arreglarse”. Inclusive, gracias a este descubrimiento Galileo corrigió un aspecto del modelo copernicano que afirmaba que todos los astros giran alrededor del Sol.
En agosto, Galileo descubre una forma indirecta de observar la superficie solar y descubre sus “manchas”, otro golpe más a la “inmaculada” concepción de esferas y astros impolutos de Aristóteles. Además, demuestra por el movimiento de estas manchas que el Sol está en rotación con lo que intuye junto con la evidencia de los satélites de Júpiter, que la Tierra también puede estarlo. Y al mes siguiente descubre las fases de Venus cuyo fenómeno es más fácil de explicar si se acepta la teoría heliocéntrica de Copérnico.
Todos estos descubrimientos los publica Galileo el 4 de marzo de 1610, bajo el tratado Sidereus Nuncius (Mensajero Sideral), el primer trabajo científico basado en observaciones astronómicas con telescopio. Galileo convencía a todo el mundo con sus nuevos descubrimientos lo que hizo que se despertaran los celos de los aristotélicos que llegarían a ser enemigos acérrimos de Galileo.
El 26 de marzo de 1611 es invitado por su amigo, el cardenal Maffeo Barberini, quien llegaría a ser el futuro papa Urbano VIII. Éste quiere que el Colegio pontifical de Roma evalúe los últimos descubrimientos de Galileo. Mientras Galileo permanece un mes en Roma recibiendo muchos honores, el 24 de abril el Colegio Romano de los jesuitas; la clase docta de la Iglesia, confirmó al cardenal Belarmino que las observaciones de Galileo eran exactas, aunque evitaron decantarse a favor o en contra sobre las conclusiones de Galileo.
Al observar los aristotélicos que el Colegio Romano respaldaba las observaciones astronómicas de Galileo, decidieron entonces cambiar de estrategia en su encarnizada lucha contra él. Apelaron a Galileo si reinterpretaría la Biblia para ponerla de acuerdo a sus teorías; pues en aquel momento varios pasajes y textos bíblicos interpretados literalmente parecían apoyar el sistema geocéntrico que la Iglesia sustentaba. El cardenal Belarmino, a partir de junio de 1611, ordenó a la Inquisición que investigara discretamente a Galileo y sus obras.
Desde aquel año, las escaramuzas dialécticas entre Galileo y sus oponentes, tanto aristotélicos como teólogos fueron cada vez a más. Algunos clérigos atacaron las teorías de Galileo desde el púlpito de las iglesias, mientras que otros, como el carmelita Paolo Foscarini publicó una carta tratando el sistema copernicano como una realidad física. La situación estaba causando tal desunión que finalmente el cardenal Belarmino tomó cartas en los asuntos; primero escribiendo a Foscarini condenando la teoría heliocéntrica por falta de pruebas concluyentes contra al sistema geocéntrico y advirtiendo de teoría herética la defensa del heliocentrismo de Copérnico.
Galileo reacciona y escribe en abril de 1615 una carta a Cristina de Lorena, la gran Duquesa Consorte de Toscana; quien simpatizaba con Galileo; donde expone sus argumentos a favor del sistema copernicano y de porqué los pasajes y textos de la Biblia que utilizaban los geocentristas no se oponen a este sistema. Esta carta; muy difundida en aquel tiempo, es una pieza fundamental para entender aquella controversia.
A pesar de todo Galileo es requerido por la Inquisición a presentarse en Roma para defenderse de las acusaciones y tratar, al mismo tiempo, de evitar la prohibición del sistema Copernicano. El 8 de febrero de 1616 envía al cardenal Orsini su teoría sobre las Mareas; su supuesta prueba de la rotación de la Tierra, pero ya es demasiado tarde; el Santo Oficio ya había comenzado la instrucción del caso de Galileo.
El 16 de febrero se le convoca para el examen de las proposiciones de censura y la teoría copernicana es declarada formalmente herética. El 25 y 26 de febrero de 1616 la censura es ratificada por la Inquisición y el Papa. La obra de Copérnico se prohíbe en todos los países católicos y a Galileo se le interdicta a presentar su tésis como una hipótesis y no un hecho comprobado.
Bien, hasta aquí la primera parte de Galileo que concluye con el proceso de censura de 1616. En la segunda parte trataré desde ese momento hasta el proceso de condena de 1633. ¿Qué podemos decir entonces de este primer periodo? Bueno, se ha dicho que Galileo fue mejor teólogo que científico y que los teólogos de la Iglesia, al contrario, fueron mejores científicos que teólogos? ¿Por qué se ha dicho esto? Porque Galileo se adelantó a la éxegesis o interpretación actual de la Biblia. En aquel tiempo, la interpretación literal de algunos pasajes de las Escrituras impidió que la Iglesia pudiera conjugar dichos relatos con los nuevos descubrimientos científicos. Sin embargo, Galileo mismo dijo que “la Biblia nos enseña cómo se va al cielo pero no cómo va el cielo” y en su carta a Cristina de Lorena reconoció que la Biblia no contiene error, pero que los teólogos a veces sí pueden equivocarse y que el lenguaje bíblico puede ser alegórico y no siempre literal. Ahora bien, en aquel tiempo, tratar de dar lecciones de teología a los teólogos era muy peligroso; sobre todo por los muchos enemigos que Galileo se había creado entre la clase clerical.
Y en cuanto a que los teólogos se comportaran como científicos; la carta que el cardenal Belarmino escribió al carmelita Foscarini podría tomarse como un buen ejemplo de ello. Belarmino le dijo que no veía mal que tanto él como Galileo hablaran del sistema Copernicano como una hipótesis matemática si eso explicaba mejor los cálculos sobre las “apariencias” de los movimientos astrales. Por contrario, proponer que el sol realmente estaba en el centro del mundo y que la tierra se movía a su alrededor, como concepto filosófico; estaba dispuesto a creerlo si “hubiese una verdadera demostración” positiva de ello. Tengamos en cuenta que el cardenal Belarmino estaba en contacto con los jesuitas matemáticos del Colegio Romano quienes eran seguidores del sistema de Tycho Brahe, cuyo sistema astronómico era ópticamente indistinguible del de Copérnico. Por esto, desde un criterio moderno, la actitud de Belarmino de exigir una prueba positiva podríamos considerarla tan científica como la de Galileo.
Tengamos en cuenta que todas las observaciones que había hecho Galileo, aunque hacían intuir nuestra realidad cosmológica actual; eran no obstante, pruebas fragmentadas; aun no determinantes y él sabía esto. Por eso, cuando fue requerido por la Inquisición Roma, él apresuradamente fue con su teoría de las mareas como prueba del movimiento de la Tierra. No pudo defender esta prueba porque cuando llegó a Roma el proceso ya estaba en curso; pero si lo haría en el proceso de 1633. No obstante, hoy sabemos que tal teoría era errónea, mientras que la sostenida por el Colegio Romano era acertada ya que admitía la influencia lunar en las mareas que había propuesto Kepler.
Así que podríamos concluir que Galileo, quien fue un gran científico y matemático y también un gran observador, no siempre supo interpretar lo que observaba con su telescopio. Y también, aunque tuvo grandes intuiciones sobre la realidad cosmológica actual, tampoco supo demostrarlas o lo hizo de una manera falaz. Tuvo que pasar mucho tiempo aun para que se demostrara el movimiento de la Tierra. Y por otra parte, entre los hombres religiosos –recuérdese que Copérnico era monje- también había algunos muy interesados en la Ciencia y algunos entre ellos, sí acertaron respecto a hechos científicos concretos, aunque no acertaran en su propio oficio como exegetas.  
La intensa vida de Galileo cuadra perfectamente con la verdad que declaró el autor inspirado de Eclesiastés cuando escribió en 9:11: Volví y vi bajo el sol, que los veloces no siempre ganan la carrera, ni los valientes la batalla, ni aun los sabios el alimento; tampoco los entendidos las riquezas, ni aun los que saben mucho el favor; porque el tiempo incierto e inoportuno les sobreviene a todos”. Efectivamente, Galileo no siempre pudo tener todo lo que deseó. Él buscó con avidez la gloria que le proporcionaban sus descubrimientos; pero la gloria también llevaba aparejada una buena posición social adinerada, cosa que no siempre tuvo y que cuando sí lo consiguió y llegó a considerársele un entendido, le faltó lo principal, el favor; pero no el de cualquiera sino el que más necesitaba para acabar su vida en una gloriosa paz; el favor de la autoridad eclesiástica.
Empezamos esta entrada esbozando el fuerte carácter de Galileo al exponer lo que él consideraba la verdad sin el más mínimo tacto. Creándose enemigos a diestro y siniestro llegó hasta su primer proceso en 1616. ¿Qué pasaría después? ¿Aprendería de la experiencia? ¿Controlaría su prepotencia y su vanidad? Os espero para hablar de estos interrogantes en la siguiente entrada.

lunes, 14 de marzo de 2016

Desarrollo de la Cosmología, parte IV. Giordano Bruno II

         Aunque haya aspectos de las creencias de Bruno con las que puedo mostrar simpatía; como su temprana negativa al uso de imágenes, su no creencia en la Trinidad o la  transubstanciación en la misa; porque considero que no son creencias bíblicas; no obstante, quiero mostrar cómo su especulación filosófica lo llevó a desviarse gravemente de las Escrituras.
            Tomemos como ejemplo más relevante las consecuencias de su idea sobre los mundos infinitos. En primer lugar, aunque su axioma referente a Dios, "El que niega el efecto infinito niega el poder infinito" es correcto en sí mismo, de ninguna manera coarta la libertad de Dios para hacer su voluntad y ejercitar su poder cuándo y cómo lo desea. Lejos de ser presuntuosos, tenemos que tener muy presentes las palabras escritas en la Biblia: “Porque los pensamientos de ustedes no son mis pensamientos, ni son mis caminos los caminos de ustedes —es la expresión de Jehová—. Porque como los cielos son más altos que la tierra, así mis caminos son más altos que los caminos de ustedes, y mis pensamientos que los pensamientos de ustedes” (Isa. 58:8, 9).
            Además, esta idea de Bruno lo llevó por caminos muy arriesgados. Para empezar, hacía menos de un siglo que se había descubierto el nuevo mundo americano. Esto evidentemente había inspirado nuevas formas de pensamiento: ¿cómo habían llegado seres humanos a aquellas tierras aisladas por dos inmensos océanos? Está claro que para los creyentes aquellos hombres y mujeres eran descendientes de la primera pareja Adán y Eva (monogenismo); sin embargo, no podían demostrar cómo habían llegado allí sus descendientes. Como resultado, algunos propusieron el poligenismo; o sea, distintos orígenes para los distintos grupos raciales humanos. Bruno no solo se adhirió al poligenismo sino que incluso criticó el monogenismo bíblico. Pero al hacer esto impugnó la idea bíblica del pecado, común a todo el género humano y consecuentemente la necesidad de redención por parte de Cristo.
            Al imaginar infinitos mundos, él razonó de la siguiente manera: Si Dios envió a su hijo para salvar a la humanidad, ¿qué pasa entonces con esos otros tantos mundos posiblemente habitados? Como veis, una idea cuanto menos desatinada. Es como si uno dijera; si en una casa o familia alguien cae enfermo y el médico tiene que ir a visitarla, ¿qué pasa entonces con las demás casas y familias? Pues evidentemente no pasa nada; el propósito del médico es visitar solo las casas donde hay enfermos. Además, mientras que estadísticamente en una población puede haber un porcentaje de casas con enfermos, ¿podemos extrapolar eso a muchos mundos en un universo infinito? Porque eso mismo pensaba Bruno. Ante mundos infinitos él suponía que como poco en la mitad de ellos podía haber entrado el pecado. Él propuso entonces que se daban dos posibilidades: O había un solo Cristo itinerante haciendo su obra redentora en muchos mundos; lo cual le parecía poco probable porque eso supondría un tiempo infinito para completar su obra redentora; o había muchos Cristos redimiendo paralelamente a muchos mundos. Si había muchos Cristos, ello significaría que había muchos “hijos de Dios” enviados en misión redentora. Como se ve; una teoría cerrada y sin salida. De hecho, Bruno no insistió en ella; al final no había pecado ni redención en ninguno de sus mundos; ni siquiera en la Tierra, y Jesucristo fue relegado por él a un simple mago milagrero muy habilidoso, pero muy lejos de ser el hijo “unigénito” de Dios (Juan 3:16).
            Hasta aquí podríamos considerar la reseña histórica, pero permitidme ahora una incursión al terreno teológico para desnudar la absurda teoría de Bruno que acabamos de perfilar. Me admira pensar en cómo un filósofo, que se supone piensa mucho lo que dice, llegó a conclusiones tan absurdas desde la perspectiva bíblica.
            Pensemos; si el fenómeno del pecado en nuestro mundo le han valido las críticas injustas a nuestro Creador por considerar que su creación ha sido un error y un fracaso, ¿qué pensaríamos si el pecado también hubiera entrado en muchos otros mundos habitados por seres inteligentes? Ciertamente eso sería una seria decepción para nosotros pues entonces parecería que habría razón fundamentada para poner en tela de juicio la sabiduría de Dios. Sin embargo, la Biblia dice de Dios: “perfecta es su actividad” (Deut. 32: 4) Está claro pues que, cuando Dios ya había creado muchas formas de vida no inteligente o parcialmente inteligente (vida instintiva); lo que le había llevado mucho tiempo de diseño y ensayo en el laboratorio terrestre (Dios es eterno; no tiene prisa en completar su creación en periodos tan pequeños como días de 24 horas) ; entonces procedió a hacer su obra cumbre, un ser inteligente como él, pero humano. Este sería un acto generoso de Dios sin parangón; pues él no iba hacer uso de las leyes de la robótica de Asimov para impedir una rebelión de su propia creación. Estas leyes básicamente ya las había aplicado en los programas instintivos que contienen muchos animales en su cerebro y que los hacen controlables. En vez de eso, ahora Dios iba a ir un paso más allá e iba a dotar al hombre de un cerebro superior con un programa nuevo al que llamamos “libre albedrío” y que permitiría al hombre tomar decisiones y hacer un uso moral de su libertad, así como tener una relación con él. Además, para que éste funcionara bien, el Creador puso al ser humano en un entorno adecuado –el Paraíso- donde todas las necesidades del hombre estuvieran cubiertas y donde también rigiera el principio de la bondad, para que el hombre no fuera seducido nunca a hacer nada contrario a su naturaleza perfecta. Así pues, la consecuencia de éste acto de creación tan generoso y responsable es obvio: Dios no iba a poblar sin ton ni son los infinitos mundos existentes. Antes era necesario probar que su creación funcionaba correctamente. No haber hecho esto primero sería semejante a los padres que irresponsablemente traen, una tras otra, criaturas al mundo sin poder suplir sus necesidades más básicas.
            De modo que podemos decir que Dios redujo al mínimo las probabilidades de una rebelión de sus propias criaturas; aun así, una posible rebelión entraba dentro de la capacidad de libre albedrío del hombre. Por esa razón, la capacidad moral del hombre debía ser probada para ver si funcionaba bien. Dios propuso la prueba del árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo, que no era otra cosa, que la obediencia voluntaria –no robótica- a las normas de Dios. Lamentablemente, alguien se valió de la mínima probabilidad que el hombre tenía para decidir su propia autonomía mediante la seducción intelectual. Un ser muy inteligente, desde la región invisible a los ojos humanos conspiró mediante una idea deslumbrante, aunque falsa. Le dijo a la primera mujer: “Seréis como Dios, conociendo lo bueno y lo malo”. Encima, para minar la confianza de ella en su Creador, imputó malos motivos a Dios indicando que él estaba ocultando deliberadamente esta verdad a ellos y, además, lo acusó de mentiroso, contradiciendo la pena impuesta en caso de desobediencia; la muerte (Gén. 5:1-5). 
            El resultado desastroso para Adán y su prole, como hemos visto, era una posibilidad real en un mundo de seres inteligentes que pueden decidir. Pero esa posibilidad la tenía contemplada el Creador. Lo mismo que los grandes edificios actuales distan años luz en cuanto a medidas de seguridad respecto a edificios de épocas pasadas, el Creador había previsto un plan de emergencia perfecto para esta contingencia. Meditemos seriamente en esta solución.
Cuando los ingenieros dotan a un moderno edificio de las más sofisticadas medidas de protección y seguridad no es, ni mucho menos, porque el edificio no sea perfecto sino porque existe una posibilidad real de accidente fortuito, terremoto, incendio, etc. Dichas medidas no presuponen que necesariamente tenga que suceder una tragedia, pero están ahí con un propósito preventivo. De igual modo, la manera como el Creador resolvió el dilema del error o pecado de Adán es una proeza de sabiduría sin paragón. El pecado del hombre junto a la conspiración tras él, fue un ataque directo a la soberanía de Dios; su derecho a gobernar a su creación inteligente. En la solución divina (Gén. 3:15), lógicamente estaba imbricado el rescate de los hijos de Adán, mediante la obra redentora de Cristo, ya que ellos no eran culpables directamente. Pero había algo más implicado; todo el tiempo que ha pasado desde entonces ha servido para ensayar la autonomía y/o gobernación humana; por cierto, un ensayo desastroso que ha puesto, fuera de toda duda, que el hombre fue creado para depender de su Creador en una relación inteligente. Solo queda ya que, en breve, se escriba el punto y final de este drama. La soberanía de Dios entonces será vindicada y esta gran historia quedará enmarcada como un precedente legal universal que servirá; ahora sí, para que el Hacedor pueda crear, si es su voluntad, seres inteligentes en la infinidad de mundos existentes. La experiencia humana habrá servido de piedra de toque para que jamás vuelva a ponerse en tela de juicio los derechos de autor, del Creador sobre sus criaturas y, por esa razón, jamás se permitirá ningún ensayo más de autonomía inteligente al margen del Creador; con el consiguiente sufrimiento que esto supone y ha supuesto para nuestra propia experiencia humana. Aun así, trato de huir del dogmatismo. La exposición que acabo de hacer no la sé con seguridad; me limito a exponer la coherencia de la justicia de Dios para que nadie pueda imputarle injusticia. “¡Lejos sea del Dios [verdadero] el obrar inicuamente, y del Todopoderoso el obrar injustamente!” (Job 34:10).


            Al repasar la obra de Giordano Bruno me doy cuenta de cuánto puede desviarse el pensamiento humano de la verdad para caer en absurdas conjeturas que no conducen a nada. Bruno bebió de demasiadas fuentes; las Escrituras, diferentes credos, la filosofía griega, el hermetismo, la Cábala, la magia, etc. para que saliera algo coherente y lógico. Para mí, Giordano Bruno es un prototipo perfecto de las palabras registradas en la 2ª carta de Pedro 3:16: “En ellas [las cartas de Pablo], … hay algunas cosas difíciles de entender, las cuales los indoctos e inconstantes tuercen, como también [hacen con] las demás Escrituras, para su propia destrucción.” Sin duda, la personalidad de Bruno fue demasiado inquieta e inconstante para centrarse en algo sólido; su mente dispersa; su propia locuacidad intelectual lo llevó por demasiados senderos sinuosos; algunos de ellos sin ninguna salida lógica. Por supuesto, la “propia destrucción” de la que habla el apóstol Pedro nada tiene que ver con la ejecución que sufrió a manos de la Inquisición. De ninguna manera fue la Inquisición una obra de Dios. La Historia ya la ha juzgado como uno de los episodios más tenebrosos de la humanidad. Pero de esto ya hablaremos en otra ocasión. Por el momento, en la próxima entrada del blog vuelvo a centrarme en la historia; esta vez sí, con el genial Galileo.

sábado, 5 de marzo de 2016

Desarrollo de la Cosmología, parte III: Giordano Bruno I

Falso grabado del Renacimiento que se supone refleja las ideas de Giordano Bruno. En realidad, el autor de este grabado es desconocido, aunque se sospecha que fue Camille Flammarion, un famoso divulgador científico del siglo XIX, que lo publicó por primera vez en su obra “L’Atmosphere: Météorologie Populaire,” París, 1888.

Pensaba continuar hablando ahora del genial Galileo, pero considero que tengo que hacer un capítulo para hablar de otro hombre; debido, tanto a su importancia como a una dinámica equivoca que se ha generando en torno a él. Me refiero a Giordano Bruno, contemporáneo de Brahe, Galileo y Kepler, pero también de la obra principal de Copérnico “De revolutionibus orbium coelestium”, con la que, sin duda, se familiarizó. Se ha tratado de hablar de este hombre como uno de los precursores de la revolución cosmológica, entendiendo esta como la que se inicia con Copérnico. También se ha puesto como un modelo de la controversia entre ciencia y religión ya que finalmente fue quemado vivo por la Inquisición. Todo esto pudiera considerarse si Bruno hubiera sido verdaderamente un científico; pero ¿lo fue?
En realidad no. Cuando en 1576 huyó de Roma por temor a la Inquisición debido a sus opiniones teológicas, comenzó una vida errante por toda Europa. Desde entonces pudo decir “toda la tierra es patria para un filósofo”. En 1565 ingresó en la Orden de los Dominicos de Nápoles donde estudió filosofía aristotélica y la teología y filosofía de Tomás de Aquino. En 1575 fue ordenado sacerdote en Roma. En 1580 se doctoró en teología en la Universidad de Tolouse. Por lo tanto, podríamos decir que Bruno fue ante todo un filósofo y teólogo.
De hecho cuando examinamos las actas del juicio de la Inquisición contra Bruno encontramos lo siguiente: entre los ocho cargos contra él por parte del tribunal Inquisitorial, siete se referían exclusivamente a cuestiones puramente teológicas que se apartaban de la ortodoxia oficial, mientras que el octavo, aunque también se podía argüir desde posiciones teológicas, se traslapaba también al campo que investigaban los astrónomos. Bruno decía que existían infinitos mundos, o sea, múltiples soles con sus planetas y lo que es más; en esos sistemas solares podía haber planetas habitados como la Tierra. Aunque Bruno había aceptado y dado a conocer el sistema heliocéntrico copernicano; fue mucho más allá de lo que los astrónomos de su época podían admitir. La razón es simple; las ideas de Bruno partían de especulación e intuición filosófica mientras que las ideas cosmológicas que se estaban abriendo paso en su época, por parte de los hombres de ciencia, no podían pasar de aquello que armonizara matemáticamente con la observación empírica.
De hecho, en la correspondencia cruzada entre Galileo y Kepler, éste último le revela a Galileo que, aparte de asustarle el infinito bruniano, le dice refiriéndose a Bruno: “Están muy bien estos avances empíricos que has hecho, pero la importancia que a veces tienen esos visionarios, estas personas que aparecen en la ciencia y que desarrollando su mente son capaces de anunciar conceptos y teorías que después van a anunciar.” Notemos cómo Kepler califica de visionario a Bruno no otorgándole el status de científico que les corresponde a él y a su interlocutor Galileo.
Por otra parte, de las ocho proposiciones de las que Bruno se negó a retractarse, solo dos pueden traslaparse al terreno de la cosmología; el resto eran puramente teológicas. Las dos eran las siguientes: La doctrina del universo infinito y los mundos infinitos: "El que niega el efecto infinito niega el poder infinito". Según esta idea, Si Dios era infinito y todopoderoso, no podía haberse limitado a crear solo nuestro sistema solar y su Tierra habitada; debía haber creado muchos mundos parecidos. Ésta, verdaderamente era una idea transgresora porque si bien, el heliocentrismo de Copérnico había conmutado la centralidad de la Tierra por la del Sol, ahora Bruno desplazaba aun más la distancia al centro del Universo al afirmar que nuestro Sol era una estrella más entre las infinitas estrellas que él imaginaba. Es sobre todo esta idea la que lo ha hecho popular en nuestro tiempo al adelantarse 400 años a las actuales investigaciones de vida extraterreste. No hay que olvidar que solo hasta 1992 la ciencia tuvo confirmación de los primeros planetas fuera de nuestro sistema solar.
La segunda proposición consistía en la afirmación de que la Tierra se movía, y que esta idea no se oponía a las Sagradas Escrituras, las cuales hablaban un lenguaje popular para los fieles y no aplicaban a los científicos. No podía ser de otra manera. Las ideas de Bruno eran tan revolucionarias que para la mentalidad de entonces y para la autoridad eclesial eran intolerables. Pero eran las ideas teológicas las que chocaban de frente con la Iglesia. Bruno negaba la Trinidad, la redención de Cristo, la virginidad de María, la transubstanciación, el uso de imágenes. Le atraían también la Cábala, la magia, y la tradición hermética. Por lo tanto, fue primordialmente por razones teológicas, que fue acusado de herejía y condenado a ser quemado vivo en la hoguera.
Por eso suele haber acuerdo en que el paradigma de la confrontación entre ciencia y religión lo constituye el caso de la Iglesia Católica contra Galileo, mientras que el caso de Giordano Bruno pudiéramos considerarlo más bien como el paradigma de la intolerancia de la religión contra la libertad de expresión. Aunque ciertamente, su visión sobre los mundos infinitos, pudo inspirar a otros a mirar más allá de lo que se conocía en su tiempo; no por eso podemos considerarlo un precursor de la revolución científico-cosmológica. Como algunos han dicho, su intuición sobre la existencia de otros mundos se hizo realidad por pura casualidad y de hecho, aunque en la actualidad hemos descubierto miles de millones de otros mundos, aparte de nuestro sistema solar, aun estamos muy lejos de demostrar que haya vida inteligente en algunos de ellos.

Referencias bibliográficas:
Giordano Bruno, ¿mártir de la ciencia o hereje impenitente?
Qué pinta Giordano Bruno en el nuevo “Cosmos”

            En la próxima entrada haré una aportación personal de las consecuencias teológicas que la creencia cosmológica sobre los mundos infinitos de Giordano Bruno tuvieron en él y de por qué era errónea.


viernes, 19 de febrero de 2016

Desarrollo de la Cosmología, parte II (Brahe y Kepler)

Tycho Brahe se ha considerado el más grande observador del cielo anterior a la invención del telescopio; mediante instrumentos diseñados por él mismo. De hecho, en 1574, mientras trabajaba como profesor en Copenhague, el rey Federico II de Dinamarca, le regalo la pequeña isla de Hven y le financió la construcción del palacio de Uraniborg, el primer instituto de observación astronómica conocido, bautizado así en honor a Urania, la musa de la astronomía. Durante las dos décadas que pasó observando los cielos en la isla, Brahe se hizo con los mejores datos de observación astronómica hasta la fecha; más exactos incluso que los que había tenido Copérnico.
En noviembre de 1577 se divisó por toda Europa el Gran Cometa y los cálculos basados en los datos de Brahe sirvieron para confirmar que su órbita discurría entre los planetas y no como un fenómeno atmosférico entre la Tierra y la Luna tal como se pensaba anteriormente desde Aristóteles. En 1587 y 1588 publicó su obra Astronomiae instauratae progymnasmata (Introducción a la nueva astronomía), en dos volúmenes, donde exponía su modelo cosmológico; intermedio entre el de Ptolomeo y Copérnico. Postuló que la Tierra era el centro de la órbita del Sol y que éste a su vez, era el centro de las órbitas de los demás planetas. Este modelo fue aceptado oficialmente por la Iglesia Católica en 1610 en contraposición al de Copérnico, abandonando definitivamente el de Ptolomeo.
Para 1595, Brahe ya había compilado un catálogo con la soberbia cifra, para aquel entonces, de mil estrellas fijas, pero por sus problemas con el heredero de Federico II, Cristian IV, ya no se sentía a gusto en la isla de Hven y decidió marchar de allí. En 1599, Brahe fue invitado por Rodolfo II de Habsburgo, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico a venir a Praga, donde le concedió el título de matemático imperial y le ofreció uno de sus castillos para continuar con sus observaciones astrales hasta su muerte en 1601.



Cinco años antes, en 1596 Johannes Kepler había escrito su primera obra, Mysterium Cosmographicum (El misterio cósmico), donde exponía sus ideas sobre astronomía. Kepler le envió esta obra a Tycho Brahe lo que le valió una invitación para trabajar con él como colaborador en Praga. Kepler, se trasladó para estar con él en 1600, pero Brahe murió al año siguiente con lo que Kepler, no solo adquirió el cargo de matemático imperial dejado por Brahe, sino que tuvo a su disposición los mejores datos de observación astronómica que éste había dejado.
Kepler, no obstante, partió de presupuestos en los que creía profundamente para su investigación. Siguiendo las leyes pitagóricas de la armonía y estando convencido de la sabiduría y elegancia de Dios al crear el mundo, no concebía como trayectoria perfecta de las órbitas astrales sino la circunferencia; pero por más cálculos que hizo no consiguió obtener los resultados deseados. Al contrario; cuanto más calculaba, más se daba cuenta que los datos que manejaba señalaban inequívocamente a que las órbitas astrales eran elípticas y no circulares. Afortunadamente, los datos que le había aportado Brahe se habían centrado en observar la órbita de Marte que es la más acusadamente elíptica del sistema solar; el resto de planetas describen una trayectoria elíptica, pero casi circular, con lo que a Kepler probablemente no hubiera percibido la trayectoria elíptica. Al calcular una supuesta trayectoria circular de Marte, Kepler quedaba perplejo porque los resultados le daban un error de ocho minutos de arco, algo que no podía pasar por alto. Aburrido de hacer cálculos basados en el círculo y hasta en el óvalo, sin resultados satisfactorios, recurrió a una rara figura geométrica descrita por el geómetra griego Apolonio de Pérgamo en el siglo III a. E.C., la elipse. Ahora los cálculos encajaban perfectamente. Pero Kepler no dijo ¡Eureka! (¡lo he descubierto!), como había exclamado emocionado el matemático griego Arquímedes en una ocasión, también allá en el siglo III a. E.C. Entristecido porque la perfección del mundo que él había imaginado no era tal, tuvo que sobreponerse a esa sensación y poner fe en lo que la evidencia demostraba; que los planetas viajan elípticamente alrededor del sol y que cuando más cerca de él están más se aceleran y cuanto más lejos más despacio se desplazan. De esta manera surgieron paulatinamente las tres leyes de Kepler, fundamentales para entender y predecir el movimiento de los planetas, que fueron publicadas en 1609 en su obra Astronomía Nova. Esta obra asombró al mundo y convirtió a Kepler en el mejor astrónomo de la época. Y aunque en ese momento no se pudieron probar sus leyes, al predecir satisfactoriamente el recorrido de Venus del año 1631, su teoría quedó confirmada.
Sin duda, yo me quedaría con un aspecto importante en la vida de Kepler; el valor que tuvo para enfrentarse a la verdad y aceptarla, a pesar de que no le gustó lo que descubrió. Aun dándose cuenta que las órbitas planetarias eran elípticas y que para él, esta figura geométrica no era tan “perfecta” como el círculo, aceptó con resignación y cierta sensación de fracaso, pero también con humildad, que el Gran Geómetra Universal hubiera optado por la elipse en vez del círculo para la traslación de los planetas.
Y es que esto es un asunto grande. Generalmente preferimos la verdad al error y a la equivocación. Sin embargo, nuestras creencias, las de todos, están asentadas en nuestra mente en la forma de verdades. Es incoherente pensar que yo crea en algo que sé a ciencia cierta que es falso; otra cosa es que yo sepa que algo es falso y me dé igual, sea por interés, por convención social o por lo que sea. Pero si no es así y estamos convencidos de algo, aunque sea algo dogmático y no racional, generalmente lo vamos a acorazar; lo vamos a brindar en nuestra mente para protegerlo. El apóstol Pablo dijo que las creencias pueden estar “fuertemente atrincheradas” (2 Cor. 10:4) o ser como “fortalezas” si lo traducimos literalmente del griego en que se escribió. Si encima de esto añadimos que en la época de Copérnico, Brahe y Kepler, el sistema de creencias cosmológicas estaba respaldado supuestamente por la autoridad divina de la Biblia y la Iglesia; éstas lógicamente se reforzaban aun más. Debemos pues, congratularnos mucho de que el señor Kepler aceptara lo que la evidencia matemática le demostraba y abandonara el mundo “geométricamente perfecto” en el que creía anteriormente. Si nosotros como él buscamos la verdad, ¿estaremos preparados para encontrarnos con ella?



viernes, 12 de febrero de 2016

Desarrollo de la Cosmología, parte I (De Aristóteles a Copérnico)

Tomemos como ejemplo el largo camino que tomó la explicación del modelo cosmológico desde la antigüedad. En el siglo XVI a. E.C. en Mesopotamia se creía que la tierra era redonda pero plana y rodeada por un oceáno cósmico.
Luego, más de once siglos después, Aristóteles plantea el modelo geocéntrico donde, como indica la designación, la Tierra es el centro del Universo y el Sol, la Luna y los planetas giran alrededor de la Tierra fijadas a múltiples esferas transparentes. Las estrellas están fijas en la esfera más exterior. Lo concibe como un sistema de esferas fijo, sin posible expansión o contracción. Por otra parte considera la Tierra como formada por elementos finitos sujetos a deterioro, como el aire, el agua, la tierra y el fuego, mientras que asigna a las esferas externas a la Tierra un elemento distinto que llama éter y le confiere una naturaleza eterna. Así, mientras que nuestro planeta era caduco, Aristóteles consideró que los cielos estrellados eran eternos. 
Más tarde, tan solo un siglo después, Aristarco de Samos propuso, en primer lugar, un sistema mixto, parcialmente geocéntrico y heliocéntrico. Pero por una noticia que recibimos a través de Arquímedes, sabemos de un libro que escribió Aristarco pero que no ha sobrevivido. En él, Aristarco habla por primera vez del sistema heliocéntrico donde es la Tierra la que gira alrededor del Sol y no al contrario. Esta teoría, sin embargo, pasó sin pena ni gloria porque era más difícil de explicar que el modelo más simple y aparente de Aristóteles, quien siguió siendo considerado como el filósofo de la naturaleza más influyente durante casi diecinueve siglos más.


Alguien que ayudó a consolidar el sistema geocéntrico de Aristóteles fue Claudio Ptolomeo ya en el siglo II de nuestra Era. Por supuesto, Ptolomeo perfeccionó el sistema aristotélico añadiendo esferas más pequeñas y sus órbitas junto a sus astros correspondientes a las órbitas que describían las esferas más grandes y así pudo explicar las discrepancias en cuanto a distancias, posiciones y velocidades variables que mostraban los diversos astros respecto a la Tierra y que el sistema aristotélico no había podido explicar.

De esta manera, durante todo el Medievo el sistema aristotélico-ptolemaico dominó el horizonte científico amparado por la Iglesia Católica. Sin embargo, con el Renacimiento del siglo XVI, nuevos aires soplaron por la vieja Europa y volvieron a desempolvarse los clásicos griegos para ser estudiados de nuevo con vivo interés.
Un monje, Nicolás Copérnico se puso de nuevo a estudiar a los filósofos griegos, especialmente los pitagóricos, preocupado por los problemas del movimiento terrestre. Estudió de nuevo teorías cosmológicas rechazadas por el “sentido común” para darles un toque coherente y científico. Y a lo largo de veinticinco años (1507-1532) escribió su obra maestra De Revolutionibus Orbium Coelestium (Sobre el movimiento de las esferas celestiales) cambiando para siempre la visión cosmológica del mundo y devolviendo el conocimiento más acertado que Aristarco de Samos había concebido sobre el modelo heliocéntrico del Cosmos. Sin embargo, debido al temor a la Iglesia Católica y a las críticas de sus propios colegas científicos fue posponiendo la publicación de su obra hasta que una enfermedad mortal lo alcanzó. Solo tres días después de fallecer fue publicada su obra en 1543. Su obra fue precursora de grandes avances científicos rompiendo los esquemas inflexibles del pensamiento medieval. La naturaleza fue perdiendo el carácter teológico que la Iglesia Católica había impuesto por siglos de dominación exegética atribuyendo a la Biblia cosas que ella no decía como, por ejemplo, que la Tierra fuera plana o que fuera el centro del universo físico (sobre esto ya hablaremos).
A pesar de la contribución de Copérnico a la verdad cosmológica, su obra aun estaba ligada al pensamiento del mundo antiguo. El pensamiento platónico sobre los principios de uniformidad y circularidad continuaban siendo premisas válidas para él; de modo que, aunque el centro del mundo ya no era la Tierra sino el Sol, Copérnico concibió al Sol como centro inmóvil del Cosmos y a la Tierra y los planetas girando en órbitas circulares perfectas en torno a él. Ciertamente, aunque su modelo permitía predecir mejor que antes y con mayor exactitud los movimientos astronómicos, no obstante aun no era perfecto. ¿Por qué razón debía ser el sol un astro estático y las órbitas de los astros círculos perfectos?
Dos de sus discípulos, Kepler y Galileo, despejarían estas incognitas. Pero de ellos hablaremos en nuestra próxima entrada. Hasta pronto.

jueves, 4 de febrero de 2016

La verdad histórica es progresiva

compartida en la Edad Media por Agustín de Hipona, en la Época Moderna por Voltaire, y en el siglo XIX por Comte, y Louis Vivan de Saint-Martin.
Pero no hay que desesperar, la búsqueda de la verdad histórica se puede lograr; si bien hay que comprender un principio fundamental. Vamos a tratar de alejarnos del dogmatismo para entender que no estamos hablando de la verdad absoluta. La verdad absoluta solo la conoce Dios. Y Dios a través de su Palabra revelada nos dice que tengamos en cuenta un aspecto fundamental de la verdad. En la Biblia en Eclesiastés 3:11 nos dice: “Aun el tiempo indefinido ha puesto en el corazón [del hombre], para que la humanidad nunca descubra la obra que el Dios [verdadero] ha hecho desde el comienzo hasta el fin.” Aquí tenemos pues la premisa: el trabajo o la obra del Creador es tan descomunal que el hombre nunca la descubrirá por completo aun cuando se le dé todo el tiempo indefinido o como diríamos “todo el tiempo del mundo”. Esta es una verdad tan obvia que es incontrovertible.


EL METRO DEL CONOCIMIENTO
Desde que el hombre, especialmente, desde la antigua Grecia con Tales de Mileto, emprendiera la búsqueda sistemática del conocimiento a través de la filosofía y la ciencia; ésta pronto se diversificó en las grandes ramas del saber; matemáticas, geometría, biología, astronomía, etc. En la actualidad todas esas grandes ramas se han diversificado en innumerables especialidades y éstas a su vez, en innumerables investigaciones concretas y monotemáticas que pueden sumergir a un solo científico en décadas de arduo trabajo y dedicación. Todo esto demuestra que la búsqueda de la verdad; sea esta la verdad histórica o científica, o cualquier otra rama del saber, es un fin en sí mismo y que lo que comúnmente conocemos como la verdad en realidad son hitos hacia ese fin.
De hecho, hasta en el campo espiritual encontramos un paralelismo semejante. Aun cuando el conocimiento espiritual sea considerado por los creyentes como un conocimiento revelado por Dios; éste es dosificado por Dios en el tiempo según su voluntad. De ahí que el apóstol Pablo dijera que “tenemos conocimiento parcial y profetizamos parcialmente” (1 Corintios 13:9).
De modo que, en muchos campos del saber, hemos alcanzado hitos en cuanto a la verdad y probablemente somos menos ignorantes ahora que hace unos años, pero seremos razonables si no caemos en el dogmatismo de pensar que ya poseemos la verdad completa sobre algún asunto. Es mucho más sensato pensar, tal como el apóstol Pablo había dicho un poco antes de la cita anterior, que “si alguien piensa que ha adquirido conocimiento de algo, todavía no lo sabe exactamente como debe saberlo” (1 Corintios 8:2).
En nuestra próxima cita pondremos un ejemplo de cómo la verdad científica y por lo tanto también histórica es, tal como hemos considerado, un proceso progresivo en continua expansión. Hablaremos del desarrollo de la cosmología hasta nuestros días. Saludos a todos.